«Tú viniste en mi
tristeza y dije que sí, desde entonces empecé a decir que sí al mundo»
(Paul Eluard)
«El
año pasado lloré de alegría ante el simple hecho de que existiera»
(Rodrigo Lira)
No
soy bueno poniendo nombres, ni muchos menos aceptando los que otros me imponen.
Que el resto se encargue de nominar como quieran a esas ganas enfermizas de
aferrarme a tu cuerpecito blancucho cada vez que te me acercas. Es mejor que sean
otros los que persistan en la insana manía de
bautizar todo -y darle color por
todo-, queriendo por costumbre y con desgano. Desviviéndose a la hora de
fechas y precios que hagan veraz su ridículo querer. Yo sé que también te ríes
de ellos, de esos que abundan en plazas, metros y universidades privadas. Aquellos
son los mismos que balbucean canciones en inglés y se duermen pensando en
mañana, preocupados más de pegas que de vicios, esos que discuten de reglas y
no de cigarros, de ropas y no de bandas. Tú descansa tranquila que el último
pucho siempre será tuyo, tal vez también la última risa porque yo te dejaré
ganar a deshoras solo por el regocijo que me da tu alegría y esos dientecitos
tan rebeldes que se asoman cada vez que celebras alguna estupidez
que dejé escapar en mis constantes esfuerzos por hacerte feliz.
Tal
vez porque hacerte reír, junto con hacerte tecitos, pan con palta o a veces
incluso con queso u otras sustancias incomibles, así como sacarme uno que otro
puchito sin motivo sean mi única, pobre y triste manera de decirte que gracias
por venir por aparecerte así sin más por estar tan bonita y dejar que despierte
con tu tibio cuerpo ocupando tres cuartos de la cama y tu cabellera arrinconada
entre mis huesos fríos y tiritones. Yo me veo aguantando las ganas de decir que
te quiero como nunca que luces extraterrenal, selenita, demiúrgica, luciferina
por las mañanas. Pero callo por miedo a que mis piropos suenen tan
ridículos como se leen mientras escribo esta carta.
Aunque
a decir verdad, toda esta carta es sumamente ridícula. Es tal vez lo más
cercano que he escrito a una carta de amor. Pero intento convencerme que no es
una carta de amor. Aunque de serlo, no tendría nada de malo, una vez que haya
aceptado del todo lo irrisorio del hecho. Pessoa decía que todas las cartas de
amor son ridículas y que no serían cartas de amor si no lo fueran. Pero que al
final, solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor son las
ridículas. Cabe destacar que Pessoa sufría de personalidades múltiples. Así que
tampoco es un buen referente. Solo lo parafraseé para no sentirme tan mariconcito escribiendo esto.
Iba a citarlo con comillas y todo, pero la literatura contemporánea no está
preparada para las cartas de amor con citas al pie de página. Hay que dejarle
vanguardia a las próximas generaciones.
Pero
es que te quiero y bien lo sabes. Lo
sabes tan bien que ninguna de estas palabras serían necesarias. Pero es solo que a veces me vienen ganas de
decirte frases cliché de tarjetita perfumada. Como por ejemplo que daría mi
vida por ti, pero la verdad es que yo daría mi vida por cualquier huevada. La
daría hasta por un par de puchos –incluso
unos corriente aceptaría-. Si dependiese de mí, entregaría mi vida de puro
hobby y al peor postor. Así que no te diré frases así, ni menos “te quiero más que a la vida”, porque
resulta que hasta a Elías Rubilar lo quiero más que a la vida. Pero te quiero.
Así sin añadiduras de esquela village.
Aunque, eso sí, te quiero como pocas veces me he decidido a querer. He ahí lo
terrible e indescifrablemente bonito de todo esto. Te quiero, me gustas, me
encantas y todas esas cosas que la gente se dice cuando cree ver en otro la
realización de todo lo que han deseado.
Y
cuando digo que me encantas lo digo de veras. Aunque no sabes cómo me gustaría decirlo en el
sentido más banal de la palabra, como cuando alguien gusta del sushi o una
película. Pero no, tú me encantas en el
más estricto rigor del término. Es decir,
en la más brujeril y por lo tanto en la más mágica de sus acepciones.
( . . . )
Es
por ello que te quiero apresando cada segundo como si fuese el último de todos y te
miro y acaricio con varios de esos temblores que acuden cada vez que estoy
cerca de algo que me gusta. Mañana puede
que te hayas desintregado al mirarle los dientes a un caballo regalado, que
estés con otro o te hayan abducido esos que me visitan a las tres de la mañana.
Cualquiera de estas probabilidades me parece igual de reales como de desesperanzadoras.
Pero aun sin ti, te seguiría esperando, te seguiría queriendo. Y es que yo a ti
te querría hasta muerta. Muerta de veras, muerta de ebria o de amor por otro.
( . . . )