martes, 31 de marzo de 2015

Fragmentos de una misiva amorosa I



«Tú viniste en mi tristeza y dije que sí, desde entonces empecé a decir que sí al mundo»
(Paul Eluard)

«El año pasado lloré de alegría ante el simple hecho de que existiera»
(Rodrigo Lira)


No soy bueno poniendo nombres, ni muchos menos aceptando los que otros me imponen. Que el resto se encargue de nominar como quieran a esas ganas enfermizas de aferrarme a tu cuerpecito blancucho cada vez que te me acercas. Es mejor que sean otros los que persistan en la insana manía de  bautizar todo -y darle color por todo-, queriendo por costumbre y con desgano. Desviviéndose a la hora de fechas y precios que hagan veraz su ridículo querer. Yo sé que también te ríes de ellos, de esos que abundan en plazas, metros y universidades privadas. Aquellos son los mismos que balbucean canciones en inglés y se duermen pensando en mañana, preocupados más de pegas que de vicios, esos que discuten de reglas y no de cigarros, de ropas y no de bandas. Tú descansa tranquila que el último pucho siempre será tuyo, tal vez también la última risa porque yo te dejaré ganar a deshoras solo por el regocijo que me da tu alegría y esos dientecitos tan rebeldes que se asoman cada vez que celebras alguna estupidez que dejé escapar en mis constantes esfuerzos por hacerte  feliz.

Tal vez porque hacerte reír, junto con hacerte tecitos, pan con palta o a veces incluso con queso u otras sustancias incomibles, así como sacarme uno que otro puchito sin motivo sean mi única, pobre y triste manera de decirte que gracias por venir por aparecerte así sin más por estar tan bonita y dejar que despierte con tu tibio cuerpo ocupando tres cuartos de la cama y tu cabellera arrinconada entre mis huesos fríos y tiritones. Yo me veo aguantando las ganas de decir que te quiero como nunca que luces extraterrenal, selenita, demiúrgica, luciferina por las mañanas. Pero callo por miedo a que mis piropos suenen tan ridículos como se leen mientras escribo esta carta.
                                        
Aunque a decir verdad, toda esta carta es sumamente ridícula. Es tal vez lo más cercano que he escrito a una carta de amor. Pero intento convencerme que no es una carta de amor. Aunque de serlo, no tendría nada de malo, una vez que haya aceptado del todo lo irrisorio del hecho. Pessoa decía que todas las cartas de amor son ridículas y que no serían cartas de amor si no lo fueran. Pero que al final, solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor son las ridículas. Cabe destacar que Pessoa sufría de personalidades múltiples. Así que tampoco es un buen referente. Solo lo parafraseé para no  sentirme tan mariconcito escribiendo esto. Iba a citarlo con comillas y todo, pero la literatura contemporánea no está preparada para las cartas de amor con citas al pie de página. Hay que dejarle vanguardia a las próximas generaciones.

Pero es que  te quiero y bien lo sabes. Lo sabes tan bien que ninguna de estas palabras serían necesarias.  Pero es solo que a veces me vienen ganas de decirte frases cliché de tarjetita perfumada. Como por ejemplo que daría mi vida por ti, pero la verdad es que yo daría mi vida por cualquier huevada. La daría hasta por un par de puchos –incluso unos corriente aceptaría-. Si dependiese de mí, entregaría mi vida de puro hobby y al peor postor. Así que no te diré frases así, ni menos “te quiero más que a la vida”, porque resulta que hasta a Elías Rubilar lo quiero más que a la vida. Pero te quiero. Así sin añadiduras de esquela village. Aunque, eso sí, te quiero como pocas veces me he decidido a querer. He ahí lo terrible e indescifrablemente bonito de todo esto. Te quiero, me gustas, me encantas y todas esas cosas que la gente se dice cuando cree ver en otro la realización de todo lo que han deseado.

Y cuando digo que me encantas lo digo de veras. Aunque  no sabes cómo me gustaría decirlo en el sentido más banal de la palabra, como cuando alguien gusta del sushi o una película. Pero no,  tú me encantas en el más estricto rigor del término. Es decir,  en la más brujeril y por lo tanto en la más mágica de sus acepciones.
   
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Es por ello que te quiero apresando cada  segundo como si fuese el último de todos y te miro y acaricio con varios de esos temblores que acuden cada vez que estoy cerca de algo que me gusta.  Mañana puede que te hayas desintregado al mirarle los dientes a un caballo regalado, que estés con otro o te hayan abducido esos que me visitan a las tres de la mañana. Cualquiera de estas probabilidades me parece igual de reales como de desesperanzadoras. Pero aun sin ti, te seguiría esperando, te seguiría queriendo. Y es que yo a ti te querría hasta muerta. Muerta de veras, muerta de ebria o de amor por otro. 


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martes, 24 de marzo de 2015

Una amiga nomás, loco.





La última vez que te vi estabas borracha y besabas a un andrajoso punki que probablemente acababas de conocer. Esa vez me abrazaste con la misma efusión de nuestras despedidas y me contaste trivialidades que ya no recuerdo. Hedionda a porro y vino en caja me parecías tan hermosa como en nuestros tiempos de uniforme y micros amarillas. Entonces recordé cuando arriba de una 622 me explicaste las diferencias entre amar y querer; que al Nico tú lo amabas, pero a mí solo me querías con la ternura con la que se quiere a un amigo. Aun cuando hace una semana me aseverabas lo contrario. Tu voz entrecortada se quebraba en sollozos que me dieron incluso más pena que las palabras que me dedicabas en ese momento. Pero yo insistí con cartitas y poemas donde te hablaba de las estrellas y otras tonteritas de adolescente, porque mi profesor me dijo que la poesía solo servía para cuentearse minas y yo como güeón le creí. Aun así te olvidé cuando descubrí que curarse era la raja y que existían discos los domingos por la tarde. Ahí fue cuando volviste. Yo me hice el güeón y el dicharachero. Tres años después, al verte entregada a cualquier hueá me asaltaron las ganas de ir y llevarte conmigo. Decirte que ya había pasado todo, que nos perdonáramos, que por primera vez podríamos amarnos al unísono, como los escolares lo hacían en los recreos. Pero se me hizo como siempre. Mis compañeros me preguntaron quién era esa mina que me había saludado. Una amiga nomás, dije. Una amiga, loco.