jueves, 16 de abril de 2015

Un Relato Sobre Fútbol II




Durante mi último año de enseñanza básica se me presentó una oportunidad inigualable: defender la portería titular del combinado de mi colegio. Íbamos a jugar de visita frente a la selección de una escuela especial. Sí, nos batiríamos frente a una escuadra de enfermos mentales en lo que sería mi pase definitivo al estrellato futbolístico. Me imaginaba a mis rivales como unas masas babeantes que se arrastrarían por la arcilla incapaces de entender la dinámica del juego y de la vida. Me equivoqué. A los quince minutos la selección de enfermitos ya me había encajado tres golazos. Si bien mi equipo tenía controlada la situación, la vergüenza se cernía sobre mi arco. Pues cada tiro de mi rival daba paso a un gol de antología. El momento cúlmine fue cuando, en total desconocimiento de las reglas del baby, intento despejar un tiro que bien podría haber dejado pasar, arrastrando sin querer el balón dentro de mi portería. Fue un autogol. Los enfermos celebraron como si se hubiese descubierto la cura a todas sus enfermedades. En ese momento miro a mi entrenador buscando algún consuelo. Pero veo como el Tío Emilio se lleva incrédulo la mano al rostro en lo que sería el facepalm más doloroso de mi vida. Ahí quedé, con la cabeza gacha y mis ilusiones estropeadas. El partido terminó en un 10-7 a nuestro favor. Pero en lugar de celebrar preferí amurrarme durante todo el trayecto de vuelta. Una vez en casa, colgué los guantes para siempre y opté por las letras. Al menos en este oficio tengo la seguridad de que no habrá escritores con retardo mental dispuestos a humillarme.






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