Llego una hora atrasado a la
clase. Me daría lo mismo si fuese el alumno, pero esta vez soy el profesor.
Martín, mi alumno, me espera con los ojos pegados al piso, está ofuscado,
molesto por mi retraso. Le tiendo la mano y me la niega. Farfulla un «no» mirando al suelo. Martín es
asperger y yo acabo de romper su rutina.
A la semana siguiente llego
puntual, pero Martín no está en el salón. Lo llamo y aparece de sorpresa detrás
de la cortina, carcajeando, orgulloso de su performance. Buena broma, le digo y
Martín no para de reír. Ríe durante toda la clase, le deliran mis ejemplos, se
delira al descubrir que todo puede ser explicado en base al fútbol, pokemón y
Harry Potter. Que el sujeto de la oración sea Alexis Sánchez lo pone de cabeza.
Es capaz de recordar estos ejemplos durante meses y sacarlos a relucir a pito
de nada. Qué galletas le gustan, profesor, cuál es su color favorito y su menos
favorito; cuál es su bebida favorita ¿Es cierto que tiene una banda? ¿ puedo ir
a verlos? A Martín le importa una mierda mi clase, él quiere saber quién este
culiao que choca con sus “estereotipos” –uno
de las pocos conceptos que aprendió bien- de profesor.
Martín dice que el sicólogo le
propuso ser más independiente y que eso significaba que no continuaríamos con
nuestras clases para el próximo año. Yo le digo que está bien, pero su mamá me
dice que na que ver, que Martín para variar ha interpretado literalmente eso de
que tiene que hacer las cosas solo. Él mira sin entender una mierda y nos
despedimos, tal vez para siempre. Cómo sea y dónde estés, feliz día del
Asperger, Martín. Ojalá el mundo deje de creerte un espécimen tan diferente, y
que los profes de mierda que llegues a tener entiendan que solo se necesitan
clases donde Alexis Sánchez acercándose al punto penal sea la viva imagen del
clímax dramático para que por fin entendai alguna hueá.
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