Cuando Lagos asumió yo tenía diez años. Viví
toda la campaña, la segunda vuelta y el conteo de votos con el corazón en la
mano. Me peleaba con mis compañeros de clase. Pendejos culiaos lavinistas; qué
es esa mierda del cambio, les decía yo; Lavin y la conchetumadre les gritaba, y
así como otros niños soñaban con ser futbolistas, mi único deseo era concurrir
a la urna para poder votar por mi candidato. Me deliraba ser un laguista
convencido. Una vez electo nuestro presidente, mis padres
cumplieron mi más grande añoranza: ver a Lagos en persona. Nos dirigimos a La
Moneda a presenciar el discurso inaugural; ahí estaba yo entre banderas,
gritando, saltando y aplaudiendo desaforado tras cada frase, aunque no las
entendiera. ¿Qué dijo? le decía a mi papá. Qué va a cambiar el país, me decía
él. Qué es bacán Lagos me repetía a mi mismo mirando el balcón presidencial.
Algún día seré como él. Más tarde, en marzo, el profesor nos pregunta qué
queremos ser cuándo grandes; yo le digo que presidente de Chile. Todos ríen. Él
me pregunta de qué partido, yo respondo orgulloso que del PPD, como Lagos. Mi
profesor me mira extasiado. He aquí al futuro de Chile, se debió haber dicho
con su cara de profesor concertacionista que es la cara de todos los profesores
de Chile. He aquí al más laguista de todos los hombres, y ni siquiera ha
cambiado la voz.
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