«Si no existieras yo te
inventaría» consigna una famosa canción de Luis Miguel. A
simple vista una confidencia romántica, pero que nos deja entrever un trasfondo
perturbador. Ante la inexistencia de la mujer perfecta, Luis Miguel, sin mayor
reparo, propone crearla, hacerla surgir del vacío. Cosa rara es que no
profundice en ninguna técnica recomendada, pero que se empecine en presumir su
creación: «esa que me admira tanto y me obliga a ser un santo» nos
dice y se ubica en una suerte de panteón edénico desde el cual su creatura le
profesa total idolatría, “obligándolo” a asumir su santidad, es decir, a
superar la barrera de los mundano y acercarse a lo divino. Luis Miguel es un
santo, un hacedor, el poeta- mago de los tiempos primordiales, aquel que era
capaz de trocar la realidad con la simple magia de sus versos.
Es curioso, se trata de un tipo que asegura que si no tuviera creaturas que lo admirasen, las crearía, pero con ese único fin, que lo admirasen. No queda bien. Queda muy vanidoso. La cosa funcionaba hasta ahora al revés, la adoración creaba al santo, pero a partir de ahora, el santo crea a los adoradores que los santifican.
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