Poco tiempo después de
aprender a leer comenzó a gestarse en mí el interés por el fenómeno ovni. Las
revistas de una amiga de mi mamá quien
decía haber sido abducida, los recortes de mi abuelo y los en ese entonces
serios reportajes sobre ufología en la televisión alentaron mi curiosidad. Una
noche pasaron una nota sobre las llamadas visitas de dormitorio. Hablaban de
cómo los grises se aparecían a los pies de la cama de personas al azar, para
generalmente abducirlos y hacerles macabros experimentos. Esa noche el miedo se
apoderó de mí. Temía despertar en medio de la noche con dos grandes y ovalados
ojos extraterrestres mirándome fijamente. Temía enormemente que me llevaran en
sus naves y me introdujeran sondas por el poto. Así que ideé un método de
defensa infalible: dormiría tapándome por completo. Sin siquiera dejar que se
asomara un pelo de mi cabeza. De esta manera engañaría a cualquier presencia
alienígena que pretendiese visitarme. Han pasado dieciocho años y no me he esforzado
en perfeccionar mi espléndido camuflaje. Me sigue dando tan buenos resultados
como el primer día, hasta la fecha jamás he despertado en la mesa de
operaciones de alguna civilización extragaláctica y en parte me enorgullezco
del sistema de defensa que he creado. Lo malo es cuando debo dormir en una cama
que no es la mía. Se me hace imposible conciliar el sueño, sobre todo cuando
las sábanas no logran taparme por completo. Comienzo a desesperarme y a temer
una casi inevitable abducción. Tiemblo, sudo e imploro porque todos le tomen el
peso a la horrorosa posibilidad de ser visitados de improviso por hombrecillos
cabezones.
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