En la básica los partidos de fútbol se debatían entre dos equipos
seleccionados previamente por los más bacanes del curso: Los Buenos, conformado
por los jugadores más diestros; y Los Malos, escuadra donde militaban los más
débiles y enclenques. En esta última abundaban los gordos y esqueléticos; los
afeminados y los de dudosa estabilidad mental. Todos los rechazados que el
resto apuntaba en los recreos. Yo tuve la oportunidad de defender el arco de
Los Malos durante toda mi enseñanza básica. Una vez le atajé un penal a
Cristian Acosta, figura estrella de nuestro único equipo rival y el más mino
del curso. Pero los buenos hacían a su vez de árbitros de los encuentros y
tuvimos que repetir el penal hasta que la pelota entrara en mi red.
Una vez fui yo quien trajo la pelota y puse como condición a su uso
formar parte de Los Buenos. Accedieron y tuve el juego de mi vida. Ahí estaba
yo, haciendo equipo junto a los más fuertes y encachados del colegio, jugándome
la titularidad en cada atajada. Pero alguien tiró la pelota a la casa vecina y
no la pudimos recuperar. El juego se detuvo y volví a mi realidad; regresé a
casa acompañado de los mismos marginados que hasta hace unos minutos había
creído mis rivales. Aquel pelotazo fue un cable a tierra, una forma que tenía
el universo de decirme que no importaba cuánto lo intentase, pues yo siempre
sería el portero titular de Los Malos; que tampoco importaban mis esfuerzos,
porque al final del día siempre terminaré entre fletos, locos y guatones
viendo desde un rincón como los Cristian Acosta y Felipe Orellana celebraban
sus triunfos en nuestras poco agraciadas caras.
Ya no juego ni me interesa el fútbol pero agradezco haber defendido los
inexistentes colores de la selección de malos para la pelota. Ahí aprendí a
embarcarme en misiones de antemano perdidas y hacer del ridículo una rutina.
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