David Rosenmann-Taub está muerto. No creo, le digo. Si
publica un poemario cada tanto. Esa es la cuestión, me dice. Rosenmann-Taub
murió hace quizás quince o veinte años.
Piénsalo, casi no hay registro audiovisual de él. No realiza apariciones
públicas, ni menos entrevistas. Tiene razón. Además, sus poemas son crípticos
en extremo, indescifrables, colmados de palabras inventadas, ilegibles como
pocos. Parece que escondiesen una verdad vedada, como si estuviesen escritos en
clave. Me entusiasmo con esto. Estoy frente a la mayor conspiración de las
letras chilenas. ¿Quién manda los poemas
a la editorial, entonces? Mi contertulio aspira su cigarro y la tira:
Armando Uribe. Tiene lógica. Uribe ha sido uno de los mayores defensores de la
obra de Rosenmann-Taub. Ha llegado a declararlo como el más grande poeta vivo
de la lengua castellana. No me extrañaría que se haya convertido en una suerte
de agente literario del fallecido poeta, encargado de mantenerlo vivo,
haciéndose pasar por él en las poquísimas entrevistas y entregando poemarios confiados en el lecho
de muerte, aprovechando la ocasión para dejar pasar poemas propios, cifrados
meticulosamente, poemas que al desvelarlos nos contarían aquella temible
verdad: David Rosenmann-Taub, nuestro más grande poeta vivo, no está vivo.
Revelación que, sin lugar a dudas, supondría una crisis irremediable para
nuestra poética nacional carente de
dioses contemporáneos. Me despido de mi amigo cuando comienza a recitar un
poema al revés y a dar vuelta las portadas de los libros. Me despido y
agradezco a Armando Uribe, custodio de la más oscura verdad.